Reproducimos aquí, en dos partes, las impresiones de Monseñor Emilio Aranguren, obispo de la diócesis de Holguín, en Cuba, acerca del paso del huracán Sandy. El escrito no necesita comentarios nuestros, juzgue el lector por sí mismo:
27 de octubre
de 2012
en
el 520º aniversario de la llegada de Colón a Puerto Bariay (Holguín)
y que dijera: “esta es la tierra más hermosa
que ojos humanos han visto”.
Es de
madrugada y comienzo a teclear, tal como había pensado y prometido a varios.
Muevo los dedos, sigo con la mirada en la pantalla de la computadora el avanzar
de las líneas, pero lo que escribo no proviene de la mente, sino del corazón y,
del corazón de un cubano al que Dios ha llamado a ser pastor de su pueblo.
El jueves,
muy temprano, salí con Manolo Arce (chofer) en la camioneta y trazamos el plan
a seguir. Primero sería visitar San Germán, Cueto, Báguanos, Tacajó,
Antilla y Banes. De esa forma, al día siguiente (viernes) visitaría a Mayarí
con Guaro y Preston, Nicaro, Cayo Mambí y Sagua de Tánamo.
Ayer, mi
compañero no fue Manolo, sino un sacerdote, por eso, de madrugada decidimos ir
directo hasta el extremo y regresar haciendo las paradas ya previstas y,
posteriormente, continuar a Santiago de Cuba y al Cobre.
Aunque
después comente de este recorrido en territorio holguinero, permítanme detallar
el final con dos signos elocuentes que considero Dios nos los regaló al cura
acompañante y a mí para invitarnos a “levantar la mirada” y, dentro de ese
clima de contemplación, escuchar la llamada de Dios, casi al acostarme, de ir a
la Sagrada Escritura y leer el comienzo del Deuteroisaías en 40,1: “Consolad,
consolad a mi pueblo”1.
Ya de
regreso, después de salir lentamente de Santiago de Cuba, en medio de ramas de
árboles y cables eléctricos y telefónicos caídos en las vías, llegamos al
Santuario cerca de las 4 de la tarde. El templo cerrado y a oscuras. Sobre el
altar principal cuatro velas encendidas que iluminaban la custodia que exponía
al Santísimo Sacramento. Genuflexión doble, como me enseñaron de niño y
balbucear: ¡Viva Jesús Sacramentado, viva y por siempre sea Amado! Sentados a
ambos lados del presbiterio los PP. Geño y Leandro, cinco Misioneras de la
Caridad y dos Hermanas Sociales, junto a dos laicas guardianas del Santuario
completábamos el número de once que rezamos el Rosario y recibimos la
bendición. Arriba, como guardiana en la penumbra, la imagen de la Madre de los
cubanos que, en toda la parte oriental de la isla, sufrían y lloraban lo
sucedido a consecuencias de la violencia del huracán Sandy.
Al rezar el
Gloria al Padre, como final de cada Misterio del Rosario, en mi interior añadía
lo de siempre: “María, Madre de gracia, Madre de misericordia, en la vida y en
la muerte ampáranos, gran Señora”. Así recordaba a los once fallecidos cuyos
nombres habían sido publicados en el periódico del día (dos de ellos –ya
ancianos– eran vecinos del Arzobispado y los encontraron al amanecer al caerles
arriba, mientras dormían, la pared del vecino que se derrumbó).
Pasamos por
Palma Soriano y saludamos a uno de los sacerdotes, joven cubano recién
ordenado, quien terminaba de clavar las planchas de zinc que se habían
desprendido del techo. Y seguimos en medio de una pertinaz llovizna. Llegando a
Marcané, el sacerdote que iba manejando me dijo señalando hacia la derecha:
“Mire para allá … el arco iris”. Se divisaban con claridad todos sus colores
que, tal parecía, que el Creador había hecho clic sobre el recuadro de “H” para
fortalecer los tonos. Casi al momento pasamos por Barajagua y sonreímos al ver
la imagen de la Virgen que había quedado intacta y recordar lo que el jueves,
durante mi visita, me había dicho una señora. Poco después, llegando a Holguín,
nuevamente el arco iris.
Con la
experiencia de los dos días y, de manera especial, con el recuerdo de once
hombres y mujeres de rodillas en adoración al Santísimo, en medio de un
Santuario semioscuro, capaces de levantar la mirada para cantarle a la Madre:
“a los pies de la Virgen traigo mis penas” y, después cuestionarme frente al
signo del arco iris en el horizonte, Dios –Padre, siempre Bueno– hizo que me
preguntara en mi interior: “¿y cuándo termina tanta aflicción?”. Fue Él mismo
quien me recordó: “Consuelen, consuelen a mi pueblo”, cuando quedando atrás la
etapa del primer-Isaías y comenzaba, una nueva, la del discípulo, la del
segundo-Isaías.
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